Por Carla Caballero
Para la última
fotografía de José Gill, vino un sol de primavera a alumbrar el invierno. Era el
último día de julio y el sol, poncho luminoso de los pobres, se extendía sobre
la Plaza del Panteón de los Héroes, donde el campesinado en lucha debatía con
otros sectores sobre la violencia del Estado. Una carpa enorme cubría gran
parte del centro de la plaza, cobijando la mesa de los panelistas y a por lo
menos 300 participantes. El viento jugaba con las banderas de colores bajo la
mirada amorosa del tiempo, que no quería transcurrir, sino quedarse a seguir escuchando.
Me senté sobre el
cordón gastado del caminero interior de la plaza y comencé a escuchar y
registrar las historias de resistencias, dolores y alegrías, que siempre
terminan en precisos planes organizativos. Nada queda al azar, en las luchas
organizadas de los pobres.
El tiempo me quiere, y
siempre me acuna. El insomnio jamás ha cruzado el umbral de mi puerta. Quienes
me conocen saben de la facilidad que tengo para dormirme repentinamente en los
lugares más inesperados y en general la gente querida vela mi sueño con sus
miradas benévolas, o me despierta con suavidad. Y así, casi al término del
debate, allí sentada sobre el cordón de la plaza, me dormí.
De repente me
despiertan, con cierta urgencia y la amable brusquedad que es tan
característica de la gente del campo. Era Eladio Flecha quien me despertaba
porque dormía tan plácidamente ahí sentada que empecé a ir cayendo de costado e
iba a terminar acostada sobre el pasto. Y además porque el debate terminaba y, aunque
nadie siquiera lo imaginara entonces, había que sacar la última foto del
querido José Gill, quien unos días después iba a morir de la manera más
inesperada.
Y me levanto con la
pequeña cámara fotográfica en alto y José, entre los numerosos participantes, hace lo
mismo. Entre los entrañables compañeros de lucha que le rodean, se apresura a
levantarse y a extender el brazo izquierdo como símbolo de lucha: los demás a
su alrededor siguen sentados y queda él de pie ante la cámara, bajo el verde de
la bandera de la Federación Nacional Campesina (FNC) bajo la cual luchó
siempre, una foto colectiva para el registro de su despedida combativa, para la
posteridad.
Son esos instantes
eternos, historias pequeñas que me gustan tanto en medio del fragor de las
grandes luchas. Nunca le hice una entrevista, y me quedé sin preguntarle sobre
las grandes ocupaciones de latifundios que dirigió junto con otros compañeros y
compañeras en el 2000 y que dieron origen a dos de los más combativos
asentamientos de la FNC: Crescencio González y Huber Duré.
Me quedé sin preguntarle
sobre la historia de su vida, sus motivaciones para luchar, de dónde sacó la
fuerza para enfrentar el horror de la represión policial, los civiles armados,
el poder de los señores feudales del Paraguay. Como se hace para permanecer coherente a una causa toda la vida, para construir un partido (el Partido Paraguay Pyahura) que sea herramienta de lucha de los pobres, como se hace para rectificar las equivocaciones con grandeza y humildad. Me quedé sin preguntarle de donde sacaba la alegría
cotidiana, esa que le permitía hacer chistes hasta en la situación más difícil
y desesperada, para descomprimir y ahuyentar con risas el sobrevuelo de la
fatalidad.
La alegría es la
característica principal del campesinado en lucha, quien no sabe reir no es un
campesino pobre, sino un pobre dirigente. Pero, como pasa con la gente que ha
luchado, su historia la contarán sus compañeras y compañeros, en el marco de
esa historia colectiva desde el campesinado en lucha, una historia del pueblo para
el pueblo. Para que nunca se apague la memoria de quienes pelearon y dedicaron
su vida a luchar contra la injusticia y la adversidad y, como dice la consigna,
para seguir encendiendo el fuego de las luchas.
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